23 de noviembre de 2013

El meteorito

Un meteorito. Eso era. O al menos así llegó. Como una bola que cae sin motivo ni rumbo fijo pero que arrasa todo lo que encuentra y va quemando y quemando a medida que se introduce más y más en la atmósfera.

Y aquí, nuestro amigo el pez, al que por poco se le seca el estanque del susto.

"Hola, Meteorito", dijo el pez. Nunca había visto a un meteorito (o, si lo había visto, no se acordaba, estos peces y su memoria...) y estaba fascinado. "¿Qué buscas aquí?"
"No sé", contestó el meteorito con voz vacía.
"¿Estás triste?", preguntó el pez.
"Puede", le respondió el meteorito.
"¿Y por qué estás triste?"
"Da igual."
"¿Acaso te falta algo?"
"Sí."

El pececito entonces vio dentro del meteorito. Y, efectivamente, le faltaba un pedazo, parecía pequeñito por fuera, pero por dentro era enorme. El pececito sintió que debía ayudar al meteorito a encontrar ese pedazo. No quería sustituirlo, el pececito era consciente de que no estaba hecho para vivir en meteoritos, pero quizá si el meteorito encontraba su pedazo dejaría de estar triste y sonreiría. Y al pez le gustaban mucho las sonrisas.

"¿Quieres que te ayude?"
"Me da igual"
"¿Siempre eres tan elocuente?"
Si hubiera tenido hombros, el meteorito los habría encogido.

Pobre meteorito, con menudo pez cabezota se había ido a encontrar.
Y tan cabezota. Se había dado cuenta de que, si se acercaba mucho al meteorito, se le secaban las escamitas y comenzaba a encontrarse mal. Pero él seguía insistiendo. Al fin y al cabo, el meteorito había caído al lado de su estanque, el pececito no podía ignorarlo sin más. "A nadie le gusta estar sin un pedazo", pensó. El pececito sabía que el meteorito no iba a pedirle ayuda, pero igualmente lo iba a hacer. Tendría cuidado de no acercarse demasiado, cuidaría de sus escamas, pero la decisión estaba tomada.