11 de abril de 2012

Fábula del pececito.

Esto era una vez un pececito que nadaba dulcemente. Le divertía chapotear y salpicar, al fin y al cabo, era un pececito feliz.
El pececito había conocido a otros peces. Los recordaba. Aunque claro, todo el mundo sabe que la memoria de los peces es efímera. También recordaba a aquella mujer de largos cabellos, y a los gemelos y el centauro de tierras lejanas. La pequeña mente del pececito sabía que los conocía, sabía por qué estaban ahí.
El pececito hacía gimnasia mental con la Cabra.


El pequeño pececito veía desde su estanque el mundo. No sabía dónde acababa el estanque, ni le importaba. Se dedicaba a ir de un coral a otro, chapoteando, chapoteando.
Desde hace un tiempo (¿Mucho? ¿Poco? ¿Cuánto vive un pez? Para alguien de una memoria tan ligera, pasado, presente y futuro se fundían en una sola cosa) observaba el vuelo de las aves. Le fascinaba saber cómo esos seres tan grandes podían surcar ese estanque inmenso que cubría el mundo hasta el horizonte.


El escorpión había llegado a su estanque sutilmente. Había venido con otros escorpiones, pero el pececito había puesto sus ojos en él. Quizá influyera su color rojo. Rojo sangre, rojo pasión, rojo fuego. Quizá influyera su cola, con aquél aguijón flamante, la idea del peligro, del riesgo.
Pues no.
El pececito, con su mente efímera, buscaba alguien que pudiera aportarle algo más. Buscaba sentido común. Buscaba madurez. Buscaba inteligencia más allá de la repetición.


El pececito inició un trueque con el escorpión. Él se dejaba picar, dejaba que el escorpión descargara en él toda su vida, todas sus penas a cambio de entendimiento y mimos. A cambio, el pececito recibía también su dosis de intelecto y se sentía completo.
Lo que el escorpión no sabía, es que por las venas del pececito corría una sustancia. Una droga dulce.


(Me he contenido con los dobles sentidos pa que quedara algo bonito, QUE LO SEPÁIS)